Notas al programa
En sus días más difíciles, Rusia parecía un jardín lleno de ruiseñores. Había más poetas que nunca. No había fuerza para vivir, pero todos cantaban. Aún resonaba el tono sobre el que hablaba de Rusia el escritor Andréi Bely aquel 22 de junio de 1941, día en que el ejército nazi invadió la Unión soviética. En plena treintena, Dmitri Shostakóvich (1906-1975) se había alistado como voluntario en el frente sin éxito, y sus tareas en la brigada de bomberos no irían más allá de una fotografía, en la que se ve perfectamente ataviado, desde el tejado del Conservatorio de Leningrado en el que se formó y donde ejercía la docencia. Calmaba su angustia a base de arreglos de canciones para entretener a las tropas, mientras planeaba el proyecto que se convertiría en su Sinfonía n.º 7. Subtitulada como “Leningrado”, Shostakóvich inmortalizó en sus notas la respuesta descarnada al asedio atroz que duró 872 días, hasta el 17 de enero de 1944, y costó más de un millón de vidas, aunque nunca se sabrá cuántos ciudadanos murieron bajo las bombas, de hambre, congelación, enfermedad y desesperación.
Shostakóvich inició la nueva sinfonía en la ciudad sitiada. Creó la partitura a una velocidad inusitada, tanto que a finales de septiembre de 1941 ya había terminado sus tres primeros movimientos. Aunque el personal de las instituciones artísticas más prestigiosas de Leningrado, incluidos el conservatorio y la filarmónica, fueron evacuados ese verano, Shostakóvich optó por quedarse. Pasaba las horas entre los refugios antiaéreos a los que huía con su familia y el escritorio donde continuaba su sinfonía: “Si las cosas empezaban a ponerse mal, terminaba tranquilamente el compás que estaba escribiendo, esperaba a que se secara la página, ordenaba lo que había escrito y lo bajaba con él al refugio antiaéreo”, escribió su esposa Nina. El 1 de octubre abandonó Leningrado rumbo a Moscú y desde ahí se trasladó a Kúibyshev, actual Samara, donde finalizó una obra extrema que se acabaría difundiendo como una herramienta propagandística de verdadera potencia. Aquellos años inmediatamente anteriores a la guerra, Shostakóvich rozó la estabilidad que se le había empañado en los oscuros días en que condenaron sus óperas La nariz y Lady Macbeth del distrito de Mtsensk. Atrás quedaban los tiempos en los que dormía en el pasillo a la espera de la policía secreta. La guerra unía a la gente alrededor de una pena común que expresar públicamente: “Piensan que volví a la vida después de la Quinta Sinfonía. No, volví a la vida después de la Séptima. Por fin podías hablar. Seguía siendo duro, pero podías respirar”. Shostakóvich pudo canalizar el sufrimiento en la delgada línea que siempre dividió su pensamiento más íntimo y desafiante y las expectativas públicas que sorteó bajo el estalinismo. Son estas las dobleces que afloraron en la Sinfonía n.º 7 “Leningrado” mientras la ciudad quedaba reducida a escombros, las mismas que se infieren de sus declaraciones “oficiales” sobre la sinfonía, retransmitidas por la radio el día del estreno: “Cuando paseo por nuestra ciudad crece en mí un sentimiento de profunda convicción de que Leningrado siempre se alzará, grandiosa y hermosa, a orillas del Neva, que siempre será un bastión de mi país, que siempre estará ahí para enriquecer los frutos de la cultura».
Ese sentir dual de Shostakóvich se transfiere a la concepción de la sinfonía desde el primer movimiento, Allegretto, del arrollador tema en el que se asienta su estructura a las delicadas secciones líricas que irradian una despreocupada calidez. En lugar de una sección de desarrollo, Shostakóvich prepara un prolongado crescendo orquestal sobre un implacable patrón rítmico en la caja que, a modo de Bolero de Ravel y revestido de múltiples significados, acabó por llamarse el “tema de la invasión”. Pero “Leningrado” se inicia de forma suave, sin un ápice de amenaza, aparentemente desde la distancia hasta tornar ominosa, aterradora a medida que gana en intensidad. Sin duda, asistiremos a uno de los pasajes más sobrecogedores de la producción sinfónica de Shostakóvich. El propio compositor redactó unas notas al programa donde apuntaba a la vida pacífica anterior a la guerra y, precisamente, el gran tema al unísono no era más que la voz de “gente segura de sí misma y de su futuro”; esa vida sencilla que trunca la barbarie: “No pretendo una representación naturalista de la guerra, del estruendo de las armas, de las explosiones de los proyectiles. Intento transmitir emocionalmente la imagen de la guerra”. Sus páginas no se esfuerzan en describir únicamente lo sombrío y en el clímax, distorsionado, un gesto de heroísmo recuperará el tema inicial frente al terror del asedio. Sólo cuando el miedo ya había cesado, Shostakóvich fue capaz de confesar que, para trazar su tema de la invasión, había pensado en otros enemigos de la humanidad.
En un principio, Shostakóvich puso título a los cuatro movimientos –Guerra, Recuerdo, Los amplios espacios de nuestra tierra y Victoria–, pero los descartó dejando apenas unas pistas descriptivas: “I. La guerra irrumpe de repente en nuestra apacible vida. La recapitulación es una marcha fúnebre, un episodio profundamente trágico, un réquiem masivo. II. Un intermezzo lírico, sin programa y con menos hechos concretos que en el primer movimiento. III. Un adagio patético con dramatismo en el episodio central. IV. Victoria, una hermosa vida en el futuro”. Tras el Allegretto inicial, el segundo movimiento devuelve el necesario alivio a la extenuante repetición con una escritura más solística, entre la que destaca la penetrante melodía del más agudo de los clarinetes. El Moderato poco allegretto se abrirá paso con un despliegue de acordes en los vientos y las arpas, a los que replicará el vigor de la cuerda en su desnuda simplicidad. Este coral armónicamente inquieto pareciera enfrentarse al angustiado recitativo del violín antes de que medie una venturosa flauta solista. La guerra no ha terminado, y el mismo dramatismo con que se había iniciado el Adagio recorrerá su final. “Mi idea de la victoria no es algo brutal. Se explica mejor como la victoria de la luz sobre la oscuridad, de la humanidad sobre la barbarie, de la razón sobre la reacción”. Shostakóvich cumple con su testimonio y nos regala en el Allegro non troppo una victoria que no es inmediata, ni llega de golpe. Será el redoble de timbales el enlace entre el tercer y el último movimiento el que, poco a poco, conforme una figura de seis notas. En el transcurso quedarán colgando algunas líneas, como la de las violas, pero finalmente la masa orquestal, liderada por los trombones, nos invitará al tema principal de la sinfonía, a la fanfarria que explotará en Do mayor, la tonalidad asociada a la victoria. Pero Shostakóvich coronará el momento culminante con notas que se escapan, que no tienen cabida, y los acordes encargados de cerrar su Sinfonía n.º 7, “Leningrado”, en la más brillante sonoridad, dejarán flotando un toque de amargura.
La partitura se estrenó en Kúibyshev el 5 de marzo de 1942 con la Orquesta del Teatro Bolshói, bajo la dirección de Samuíl Samosúd. El público permaneció en la sala a pesar de la alerta de las sirenas antiaéreas. Es conocido el proverbio que Shostakóvich refirió por entonces: “mientras rugen los cañones, nuestras musas también levantan sus poderosas cabezas. Nadie nos arrancará jamás la pluma de las manos”. Occidente pronto reconoció en la Sinfonía n.º 7, “Leningrado” un símbolo de resistencia, interés que la llevó a viajar de contrabando en microfilm desde Rusia, vía Irán, Egipto y Brasil hasta Estados Unidos, donde Arturo Toscanini se disputó el estreno en julio de 1942. Aquella semana, Shostakóvich, con su casco de bombero, se convirtió en el primer compositor en aparecer en la portada de la revista Time. Hasta el 9 de agosto de 1942, la Sinfonía n.º 7 no se interpretó en la ciudad a la que debía su nombre. Leningrado, tanto tiempo sitiada, encontró demasiadas sillas vacías en su orquesta y fue necesario el llamamiento a los soldados instrumentistas del frente para salvar una actuación que retumbó en los altavoces por todo su perímetro. La rendición no estaba cerca, pero Leningrado lució un brote de esperanza, de fuerza recobrada para escuchar la guerra como el compositor al que vio crecer. No era música de victoria, sino de supervivencia, de resiliencia colectiva.
© Carmen Noheda
Carmen Noheda es investigadora posdoctoral Margarita Salas en el Centre for Research in Opera and Music Theatre (University of Sussex). Es doctora en musicología con Premio extraordinario de doctorado por la Universidad Complutense de Madrid, licenciada en historia y ciencias de la música (UCM) y titulada superior en clarinete (RCSMM), con ambos premios de fin de carrera. Entre 2015 y 2019 disfrutó de un contrato predoctoral de Formación del Profesorado Universitario (UCM) y ha realizado estancias de investigación en Seoul National University, University of California Los Angeles y Universidade Federal do Rio de Janeiro. Recientemente, ha trabajado en el archivo musical del compositor Luis de Pablo (ICCMU-SGAE, 2021) y colabora regularmente en actividades de divulgación con la OCNE, CNDM, Teatro Real, ORCAM, Ópera Joven de la Diputación de Badajoz, Fundación SGAE o Radio clásica de RNE. Su línea de investigación se centra en la ópera contemporánea española.
Andrés Salado
Andrés Salado es director titular y artístico de la Orquesta de Extremadura.