Notas al programa
Rabia, curiosidad, belleza
En 1977 se lanzaban desde Cabo Cañaveral las dos sondas Voyager, destinadas a fotografiar y recabar información sobre nuestro vecindario cósmico. Más allá de su misión técnica, las sondas eran un poético brindis al sol. Llevaban adosados a sus laterales dos discos dorados con, entre otras cosas, fotografías que narraban la historia de la humanidad, saludos en todas las lenguas de la tierra (incluidas los de dos ballenas), sonidos naturales y músicas que, idílicamente, nos definían. La mayor parte de estos aportes extra-científicos provenían de la mente plural del astrónomo Carl Sagan, que en 1990 solicitó que la sonda Voyager I, más allá de Neptuno en ese entonces, se girara e hiciera una foto a la Tierra a seis mil millones de kilómetros de distancia. El resultado, la famosa foto llamada “Pale Blue Dot”, era un canto a la humildad y a la belleza discreta de las pequeñas cosas: la Tierra era una mota de polvo apenas visible iluminada por un rayo de sol.
«Para mí», explicaba Sagan, «subraya nuestra responsabilidad de tratarnos mejor los unos a los otros, y de preservar y querer ese punto azul pálido, el único hogar que siempre hemos conocido». La idea tenía un diseño conceptual más ambicioso que las buenas intenciones expresadas en la cita: se trataba de buscar una respuesta a la pregunta del sentido de nuestra existencia, una cuestión que ha obsesionado a científicos, filósofos y artistas desde tiempos inmemoriales. Fue Charles Ives (1874-1954) tal vez el compositor que planteó la duda de forma más explícita entre 1906 y 1908, con la creación de La pregunta sin respuesta, una partitura que superó distintas revisiones hasta su edición final en 1953. La idea provenía de la obsesión de Ives por los versos del poeta trascendentalista Ralph Waldo Emerson, que propugnaba que el ser humano tenía que rehacerse y contestar a la pregunta sobre su existencia creando «una relación original con el universo». Emerson, desde un dialecto menos lírico que otros poetas, compartía puntos de vista de tipo espiritual con vacas sagradas de la literatura como Walt Whitman o Henry David Thoreau. De unos de sus poemas del libro La esfinge es de donde provendrá el título que da nombre a la obra, “Tú eres la pregunta sin respuesta”.
Musicalmente hablando, Ives separa la música en tres planos, definidos por tres grupos instrumentales: un cuarteto de instrumentos de viento, una trompeta y un cuarteto de cuerdas o una sección completa con sordina que, a poder ser, debe estar fuera del escenario. Estas cuerdas conforman una especie de paisaje de fondo cósmico donde todo lo demás sucede. Ives incluyó un texto en la partitura para explicar sus significados: «Las cuerdas tocan ppp en todo momento sin cambios de tempo. Representan los silencios de los druidas, que no saben, ven, ni oyen nada. La trompeta entona entonces la perenne cuestión de la existencia, y la expresa en idéntico tono de voz cada vez. La búsqueda de la respuesta invisible, emprendida por las flautas y otros seres humanos, se vuelve gradualmente más presente a medida que pasa el tiempo. Las flautas, después de una “conferencia secreta”, parecen darse cuenta de la futilidad de la cuestión y comienzan a burlarse de la pregunta. Una vez desaparezcan, se formula la pregunta por última vez, y los silencios se escuchan más allá en una soledad inmóvil». La obra se estrenó en un arreglo para orquesta de cámara en Nueva York en 1946, pero no sería hasta mucho después, en 1984, que se escucharía en su formato original. Su paso por la película La delgada línea roja, de Terrence Malick le valió una inesperada fama, reivindicada entre otros por el compositor y director John Adams.
La primera parte se completa desde una respuesta menos ambigua a la pregunta existencial de Ives. La obra Áurea, rapsodia concertante para clarinete y orquesta sinfónica, de Pacho Flores, fue un encargo de la Orquesta Sinfónica de Galicia, la Orquesta de Extremadura y la Orquesta de la Región de Murcia, dedicada en este caso al intérprete Juan Ferrer. Aquí la emoción y la curiosidad se promulgan como respuestas válidas, representadas por un evocador clarinete que transita entre chacareras, milongas, valses y joropos. La peculiaridad de la partitura radica en su condición inicial de work in progress, de improvisación congelada donde Flores y Ferrer han seleccionado entre una docena de motivos aquellos donde su mixtura cultural tuviera mejor cabida. La transformación de esos motivos en distintos dialectos será la que dé lugar a escalas, cadencias, estilos y fugas. El recorrido no es solo espacial sino temporal, con el espíritu rapsódico propio del Romanticismo filtrado bajo el estilo Barroco.
El hecho de que haya un único instrumento solista no resta brillantez a la obra por los colores que propone con las distintas versiones del instrumento que conforman tres movimientos dentro de la rapsodia: el primero —clarinete en la— que aprovecha los extremos de su tesitura, el segundo —clarinete en si bemol— que coquetea con ese espacio común entre jazz e impresionismo, y el tercero —piccolo en re— donde los registros centrales le permiten a Flores jugar con melodías luminosas y melancólicas. Como prueba de devoción mutua, el diálogo entre la trompeta solista y el clarinete que anima la parte central de Áurea, representante de la propia complicidad entre compositor e intérprete. Una música, en definitiva, que desestima lo cotidiano y que se muestra cómoda entre la mediterraneidad de uno y la rica perspectiva latina de ritmos y texturas del otro.
Desde una perspectiva más romántica fue otro compositor, Robert Schumann (1810-1856), quien vivió sus dudas existenciales rodeado de una inevitable aura mítica y buscando desde la música las respuestas a sus propios demonios, explorados en forma pianística primero (1839), a través de sus más de 120 lieder después (1840), y finalmente entre los movimientos de sus sinfonías durante 1841. Schumann acababa de estrenar en Leipzig su Primera Sinfonía, sobre titulada como “Primavera”, con un éxito sobresaliente, lo que le llevó a enfrascarse de inmediato en la composición de su Segunda en re menor, que concluyó en Dresde en apenas cuatro meses. Donde el compositor había sido tradicional en un primer momento, ahora optaba por salirse de la estructura arquetípica de la sonata para proponer una serie de motivos recurrentes que derivaban de uno inicial. La síntesis como forma de vanguardia.
El estreno a finales de aquel 1841 fue un fracaso, por más que el compositor se empeñara en defenderla e intentara buscarle un buen editor: «sé que no es menor que la Primera, y tarde o temprano logrará el éxito por sí sola». El público no entendió el moderno compendio motívico que proponía y la crítica la consideró como inmadura en su arquitectura interna. Las más de ochenta páginas de partitura orquestal durmieron diez años en el cajón de una alacena hasta que en 1851, ya en Düsseldorf y en pleno ataque de optimismo, decide revisar su trabajo de forma radical. Su experiencia había aumentado —la Sinfonía Renana había funcionado magníficamente— y su idea original de economía motívica había madurado hasta conseguir conectar todos los movimientos. La orquestación se refuerza, los ritmos se acentúan y, en general, la partitura se convierte en el envés de aquella primera desbordante sinfonía, la Primavera.
Las respuestas expuestas por Schumann en su pieza se acercan más al drama, al misterio, al precipicio del mundo. Su tema principal se expone con cinco notas desde el momento inicial, y su carga vital se va transformando a medida que pasa por el lirismo del segundo movimiento, la terquedad del tercero y la explosividad de los compases finales. La rabia se hace patente durante toda la sinfonía, como aquellos versos de Dylan Thomas en la década de los cincuenta: «Rabia, rabia contra la luz que se esconde». A pesar de la época luminosa que representa, la oscuridad se deja ver en todas las esquinas del pentagrama. La obra se reestrenará 3 de marzo de 1853 en el séptimo concierto de la temporada de la Allgemeiner Musikvereinel, dirigida por el propio compositor. El éxito, ahora sí, no se hace esperar. La numeración se altera para convertirse en la Cuarta Sinfonía y la editorial Breitkopf & Härtel se apresura a hacerse con sus derechos y publica con gran acogida en el mercado doméstico una versión para piano a cuatro manos. Apenas unos meses después Schumann comienza a tener visiones en las que se turnan los ángeles con los demonios, y donde las alucinaciones auditivas acaban por desquiciarlo. Carcomido por las dudas existenciales, el miedo al cólera y las fobias cotidianas se lanza al Rin para disolver sus temores en el agua. Su cuerpo sobrevive, pero su mente, totalmente arrasada por la locura, pierde cualquier atisbo o capacidad de creación. Queda, como hizo su compañera Clara Wieck, volver la mirada y seguir el rastro de miguitas de pan que dejó Schumann a través de su música para encontrar respuestas vitales. Al interrogante de Ives con la que se iniciaba este programa tal vez corresponda afirmar, no con pocas dudas, que la belleza. Y nos mantengamos en esa respuesta sea cual sea la pregunta.
© Mario Muñoz Carrasco
Mario Muñoz Carrasco es musicólogo, gestor cultural y crítico musical. Cursa el Grado en Musicología en la Universidad Complutense de Madrid, finalizado primero de su promoción, así como el Máster en Música Española e Hispanoamericana. Desde el 2007 ejerce como crítico musical en distintos medios, tanto en radio como en prensa, colaborando con Ópera Actual, La Razón, Scherzo o ABC entre otros. En el campo de la gestión participa con las principales instituciones culturales (Teatro Real, Ayuntamiento de Madrid o Fundación Juan March) en actividades musicales de diversa índole relacionadas con la recuperación de patrimonio, la organización de conciertos o la coordinación técnica y artística de distintas orquestas. En el campo de la alta divulgación participa habitualmente con las más destacadas instituciones musicales como la Orquesta y Coro Nacionales de España, el Teatro Real, la Orquesta Sinfónica de Radio Televisión Española o el Centro Nacional de Difusión Musical, labor que compatibiliza con la docencia en distintas universidades.
Interpretaciones anteriores
La primera vez que la OEX interpretó La pregunta sin respuesta de Charles Ives fue el 28 de enero de 2005, en el Gran Teatro de Cáceres, dirigiendo Dorian Wilson. Y la última, en el mismo programa de abono, en la sesión del día siguiente en el Teatro López de Ayala, de Badajoz.
La Sinfonía n.º 4 de Robert Schumann se interpretó por primera vez el 25 de febrero de 2005 en el Gran Teatro de Cáceres, dirigida por Jesús Amigo. La interpretación más reciente fue 13 de mayo de 2016, también en el Gran Teatro de Cáceres, pero en aquella ocasión dirigiendo Víctor Pablo Pérez.
Juan Ferrer
Juan Ferrer (Montserrat, Valencia) es uno de los más polifacéticos y activos clarinetistas españoles de su generación y el primer español en formar parte de los jurados del prestigioso Concurso Chaikovski de Moscú, de Gante (Bélgica), Versalles (Francia), Concurso para Asia y Oceanía en Taipéi (Taiwán), Carlino (Italia), en los que además ha ofrecido recitales y clases magistrales, una labor pedagógica que desarrolla con alumnos de todo el mundo y en universidades de Europa y Asia.
Recientemente esta actividad se ha visto refrendada por la invitación a participar como profesor de internacional para la Fundación Simón Bolívar (actual El Sistema), con tres encuentros anuales a partir de la temporada 2017-2018, y que continúa (On Line) en el 2020 y 2021 debido a la pandemia mundial.
Artista de la marca Buffet-Crampon París y Vandoren París, Ferrer forma parte de la OSG (Orquesta Sinfónica de Galicia), de la que es clarinete principal desde 1994. Aunque su actividad como intérprete le ha llevado a ofrecer conciertos en China, Taiwán, Suiza, Francia, Italia, Bélgica, Portugal, Brasil, Venezuela, Costa Rica, Paraguay, Argentina, por toda España, Europa y América, tanto como solista como en recitales y con grupos de cámara como el Trío Untía, el Grupo Instrumental Siglo XX o el Quinteto de Solistas de la OSG, de los que es integrante.
Ha sido invitado habitual de la Orquesta de la Radio de Leipzig, Orquesta del Liceu de Barcelona, la del Palau de les Arts de Valencia, Orquesta Nacional de Cataluña o la Orquesta de RTVE, entre otras muchas, y ha trabajado a las órdenes de algunas de las batutas de mayor prestigio: Gustavo Dudamel, Lorin Maazel, Daniel Harding, Sir Neville Marriner, Osmo Vänska, Guennadi Rozdestvenski, Peter Maag, James Conlon, Jesús López Cobos, Stanislaw Scrowaczewski, Dima Slobodeniouk, Gianandrea Noseda, Christoph Eschenbach, Juanjo Mena o Alberto Zedda, entre otros muchos.
Invitado por jurados de todo el mundo, Juan Ferrer es Profesor de la Universidad Alfonso X el Sabio en Madrid, en la que imparte Master y Grado en interpretación performativa, además centra su labor pedagógica sin abandonar en ningún momento el contexto sinfónico, trabajando especialmente con la Orquesta Joven OSG, Joven Orquesta Sinfónica de Euskadi, Sinfónica Joven Nacional de Catalunya, Joven Orquesta de Canarias. Además, habitualmente imparte cursos en España Francia, China, Taiwán, Italia, Portugal, Argentina, Brasil, Colombia, Paraguay, Venezuela, Costa Rica, Bélgica, Rusia, Argentina, además de participar como artista español en seis ediciones de la Academia Iberoamericana de Clarinete, en Castelo de Paiva (Portugal).
Acaba de grabar un disco con el pianista Daniel del Pino, con obras que le han dedicado autores de renombre internacional: Salvador Brotóns, Fernando Buide, Eduardo Soutullo, Karolis Biveinis, Octavio Vázquez, Wladimir Rosinskij y Juan Durán.
Andrés Salado
Andrés Salado es director titular y artístico de la Orquesta de Extremadura.