Notas al programa
Memoria del fuego
«A partir de entonces, guardando memoria continua del engaño, ya no daba la llama del fuego infatigable a los fresnos para los hombres mortales que sobre la tierra habitan. Pero le burló el valiente hijo de Jápeto, al robar el fulgor relumbrante del fuego infatigable, que de lejos se ve, en un hueco hinojo».
Teogonía (vv. 562-567). Hesíodo
Cuando Prometeo robó el fuego del mundo de los dioses y se lo regaló a los hombres no sabía la que estaba montando. Al ser humano solo le hacía falta calor para sentarse a su alrededor, color para deslumbrarse, figuras efímeras entre las llamas para imaginar historias y alguien que las escuchase. Lo que Prometeo regaló en realidad a los hombres fue el fuego de la curiosidad, y a todo lo que baila alrededor de él es a lo que denominamos arte.
En cualquier caso no fue Ludwig van Beethoven (1770-1827), primer protagonista del programa de hoy, quien imaginó que la historia del audaz y doliente Prometeo era pertinente para un drama musical o una suite de danzas. En realidad fue el poeta, actor y coreógrafo italiano Salvatore Viganò el ideólogo del proyecto, un artista con un pasado llamativo —alumno de composición de Luigi Boccherini— y un futuro no menos remarcable —director del cuerpo de ballet de la Scala de Milán—. Viganò y su mujer, Maria Medina, habían escandalizado a media Europa a finales del siglo XVIII con su primera coreografía conjunta en el ballet Raoul Signor de Crequi, estrenado en Venecia en 1791 con música del propio Viganò. Ambos defendían un arte más natural, un baile alejado de los vestidos frondosos y los movimientos de artificio. El escándalo no llegó tanto por esos nuevos bailes sino por los leotardos color carne que lució Maria Medina debajo de un vestido transparente. Lo que en Venecia fue un éxito, en la más comedida Viena ocasionó una división de opiniones notable el 13 de mayo de 1793, día del estreno de Raoul en el Kärntnertortheater. Las crónicas de la época hablan de aplausos atronadores intentando acallar los abucheos. Y viceversa.
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El matrimonio Viganò se quedó en Viena dos años más y después viajó a Hamburgo, Praga, Dresde o Berlín con éxitos similares. A su vuelta a la ciudad en 1799 Salvatore se había separado de Maria, aunque el terremoto de aquel estreno tiempo atrás le seguía acompañando a todas partes. Para deshacerse de él, el coreógrafo aprovechó un encargo de la emperatriz María Teresa para entretejer un nuevo drama bailado de trasfondo mitológico y con una música mejor que la suya: la de Beethoven. La mala situación económica de este último hizo posible que aceptara el encargo, a lo que se sumaba un interés cada vez mayor por dar un contenido dramático concreto a sus obras, algo que desencadenaría años más tarde la composición de su única ópera, Fidelio. En 1801 se estrena la suite de danza Las criaturas de Prometeo, cuya obertura abre el programa de hoy. La temática de la obra también era propicia para los ideales ilustrados y reformistas de Beethoven, introduciendo en el personaje de Prometeo el valor constructivo de la cultura, la necesidad de un sustrato artístico para la edificación de una sociedad nueva. La complejidad de la escritura orquestal se redujo para dar lugar a menos distracciones respecto a la danza y el componente rítmico se acentuó no solo por la perspectiva del baile sino por el trasfondo trágico del personaje de Prometeo. La obra fue un completo éxito representándose casi una treintena de ocasiones durante los siguientes dos años.
En realidad la propuesta de Viganò era extremadamente vanguardista y lo siguió siendo durante la década posterior, por el intento de incorporar la pantomima en sus ballets y el valor estético (casi pictórico) de los trajes de los bailarines. Resultaba sorprendente la potencia dramática de las obras de Viganò a pesar de no tener una sola palabra en ellas. Es lo que se dio en llamar coreograma. Todos estos avances dancísticos están presentes de una u otra forma en la segunda obra del programa, El cascanueces, suite, op.71a, uno de los ballets más representados de la historia de la música. Piotr Ilich Chaikovski (1840-1893) completaba un año antes de morir su tríada mágica de ballets, que incluía El lago de los cisnes (1877), La bella durmiente (1889) y El cascanueces (1892).
La modernización que vamos a encontrar respecto a lo ya visto el siglo anterior es más que evidente. El coreógrafo importante ya no será Viganò sino Marius Petipa, bailarín bien conocido en España —dirigió el cuerpo de baile del Teatro Real durante tres años— que se había establecido en San Petersburgo a mediados del siglo XIX huyendo de situaciones incómodas con la nobleza de índole amorosa. Petipa había desarrollado una escuela nacional de danza donde se primaba el movimiento elegante frente al virtuoso y donde los pasos de baile eran equiparados en importancia con la música que los provocaba. Petipa trabajó durante seis décadas al servicio de los zares, y la transición entre el ballet clásico y el romántico se consuma con su nueva codificación de pasos. Sus coreografías resignificarán las obras hasta tal punto que un ballet incuestionable como El lago de los cisnes apenas fue apreciado hasta que se reestrenó bajo la visión de Petipa en 1895, con el autor ya desaparecido.
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Otra de las grandes evoluciones de los ballets del Romanticismo será la temática: ya no serán los mitos clásicos con trasfondo didáctico los protagonistas de la trama sino leyendas o cuentos, una actualización del registro que permitía una empatía más sencilla por parte de casi todo el público. En este caso el argumento fue escrito por Iván Vsévolozhsky y Petipa, tomando como base una adaptación de Alejandro Dumas del cuento El cascanueces y el rey de los ratones, de E. T. A. Hoffmann. Al igual que le había pasado a Beethoven con Prometeo, Chaikovski acepta con desgana en 1891 el encargo del director de los teatros imperiales para componer el ballet y estrenarlo conjuntamente con la ópera Iolanta el año siguiente.
El ballet se estructurará en dos actos, primando el protagonismo de los niños frente al de la primera bailarina, que no aparece hasta el final del segundo acto en el famoso “Grand pas de deux”. Poco después el compositor ruso elegirá ocho números y lo estrenará en forma de suite danzas para la Sociedad Musical de San Petersburgo, que es como se escuchará esta noche. La mayor parte de los números de la suite proceden del segundo acto, momento en el que Clara y el cascanueces, ahora Príncipe, llegan a Confiturembourg, el reino de los dulces, para ser recibidos por el Hada de Azúcar. Formarán parte de la obra una pequeña obertura, las danzas características y el “Vals de las flores” final. Petipa participó de forma muy activa en el proceso de composición, sugiriendo ritmos y atmósferas a las que Chaikovski sabrá sumarse con un uso instrumental muy trabajado, desde el pulso enloquecido de la pandereta, pasando por las melodías juguetonas del viento-madera hasta la aparición estelar de la celesta, un instrumento apenas conocido fuera del ámbito francés que lo vio nacer.
Durante la primera mitad del siglo XX El cascanueces como ballet no tuvo demasiada suerte sobre los escenarios, al menos en comparación con sus dos compañeros, pero a raíz de su inclusión en la película Fantasía (1940), de la nueva coreografía norteamericana de George Balanchinesu (1944) y de los arreglos de Duke Ellintong y Billy Strayhom (1960), ha acabado por vincularse con el imaginario popular de forma inequívoca.
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Más de medio siglo antes del estreno de El cascanuces en 1930 Alejandro Dumas, el autor de la adaptación original, acudía al Grand Salon del Conservatorio de París a escuchar otros cuentos y otras músicas de un joven un tanto excéntrico pero de talento desbordante llamado Hector Berlioz. Sobre el escenario, sin hueco ni para una hoja de canto, una inmensa orquesta desgranaba esa confesión amorosa que es la Sinfonía Fantástica, prevista para ser estrenada unos meses antes pero felizmente pospuesta hasta diciembre para encontrar su forma final. El compositor francés convocaba sobre las tablas el fantasma de su amor por Harriet Smithson, actriz irlandesa que profesaba la religión shakesperiana por encima de cualquier otra ideología. Un enfebrecido Berlioz sobretitula su obra como “Episodios de la vida de una artista” y decide colocar una música que defina a su musa disfrazada de muy distintas formas por toda la obra. Esa música obsesiva, perenne, reiterada de manera casi impertinente será el origen de una de las propuestas más trascendentes de todo el Romanticismo: la idée fixe, la idea fija que más tarde será leitmotiv y hará fortuna por media Europa. En cada movimiento aparecerá Harriet Smithson dibujada con un idée fixe determinado.
Para explicar su metáfora desaforada al público (y a Smithson, que se encontraba entre los asistentes), Berlioz acompañó el programa con un párrafo: «El diseño de este drama instrumental, que carece de la ayuda de texto alguno, necesita ser explicado previamente. El siguiente programa ha de considerarse como el texto hablado de una ópera, sirviendo como introducción a los movimientos musicales cuyos personajes y expresiones musicales aparecen en él». A sus 26 años Berlioz desbarataba el modelo sinfónico natural, pasando a cinco movimientos y procurando un programa concreto para el devenir musical, arrancando en el ensueño del primer movimiento —donde flautas y violines “presentan” a la amada—, pasando por el baile del segundo, la escena campestre del tercero, la marcha del cuarto y el aquelarre final del quinto. El hilo argumental tiene, si se mira con detenimiento, poco de coherente, pero el arrebato y la delicadeza tímbrica es tal que la obra entró de inmediato en lo que hoy consideramos como gran repertorio.
Acompañando en la sala a Alejandro Dumas estaban representantes de la música (el violinista Nicolò Paganini), del verso (el poeta Heinrich Heine) y del drama (Victor Hugo). Todos presenciaron ese baile telúrico final alrededor de una fogata del último movimiento. Todos, como Berlioz, Chaikovski o Beethoven, hijos de ese fuego de Prometeo cuyo regalo nos permite incendiarnos hoy con la poesía, la danza, la música, la curiosidad y el juego. Que lo disfruten.
© Mario Muñoz Carrasco
Mario Muñoz Carrasco es musicólogo, gestor cultural y crítico musical. Cursa el Grado en Musicología en la Universidad Complutense de Madrid, finalizado primero de su promoción, así como el Máster en Música Española e Hispanoamericana. Desde el 2007 ejerce como crítico musical en distintos medios, tanto en radio como en prensa, colaborando con Ópera Actual, La Razón, Scherzo o ABC entre otros. En el campo de la gestión participa con las principales instituciones culturales (Teatro Real, Ayuntamiento de Madrid o Fundación Juan March) en actividades musicales de diversa índole relacionadas con la recuperación de patrimonio, la organización de conciertos o la coordinación técnica y artística de distintas orquestas. En el campo de la alta divulgación participa habitualmente con las más destacadas instituciones musicales como la Orquesta y Coro Nacionales de España, el Teatro Real, la Orquesta Sinfónica de Radio Televisión Española o el Centro Nacional de Difusión Musical, labor que compatibiliza con la docencia en distintas universidades.
Interpretaciones anteriores
La Orquesta de Extremadura ha interpretado anteriormente todas las obras de este repertorio. La obertura de Las criaturas de Prometeo, por primera vez el 25 de septiembre de 2003 en la Sala Trajano de Mérida, dirigida por Jesús Amigo; la última vez al día siguiente en el Teatro Alkázar de Plasencia.
De la suite op.71a, de El Cascanueces, se han interpretado muchas partes seleccionadas, especialmente en didácticos y conciertos navideños, pero completa como la oiremos en este concierto solo tenemos un antecedente, el 10 de enero de 2014 en el Palacio de Congresos de Badajoz, dirigida por Félix Ardanaz en formato de concierto en familia.
La OEX se estrenó con la Sinfonía fantástica de Berlioz el 31 de mayo de 2008 en el Portimão Arena (Portugal), dirigida por Cesário Costa. La última interpretación data del 2 de febrero de 2018, en el Palacio de Congresos de Cáceres, dirigida por Lucas Macías.
Versiones de referencia
Christoph Eschenbach
Universalmente aclamado tanto como pianista como director, Christoph Eschenbach es uno de los grandes exponentes de la línea intelectual de la tradición musical alemana, que combina en la amplitud de su repertorio con una excepcional intensidad emocional creando interpretaciones veneradas por todo el público a nivel mundial.
Para comprender cómo surge semejante talento y carisma hay que explorar las condiciones de sus primeros años de vida. Nacido en el corazón de una Europa tempestuosa, devastada por la guerra en el año 1940, su infancia estuvo marcada por una sucesión de tragedias personales. Se puede decir con total seguridad que la música fue su salvación; su infancia cambió por completo cuando comenzó a estudiar piano. Huérfano de guerra fue criado en Schleswig-Holstein y Aachen por la prima de su madre, la pianista Wallydore Eschenbach, recibió de ella sus primeras lecciones, base de su ilustre carrera musical. Siguiendo sus estudios con Eliza Hansen (piano) y Wilhelm Brückner-Rüggeberg (director) ganó los más notables premios de piano como el prestigioso ARD Competition Munich en 1962 y el Concours Clara Haskil en 1965, lo cual indudablemente contribuyó a allanar el camino para su creciente fama internacional.
Apoyado por mentores como George Szell y Herbert von Karajan, el enfoque de la carrera de Christoph Eschenbach se amplió hacia la dirección: fue el Director Principal y Director Artístico de la Tonhalle-Orchester Zürich desde 1982 hasta 1986, Director Musical de la Orquesta Sinfónica de Houston desde 1988 hasta 1999, Director Artístico del Schleswig-Holstein Music Festival desde 1999 hasta 2002, Director Musical de la NDR Symphony Orchestra desde 1998 hasta 2004, así como de la Philadelphia Orchestra desde 2003 hasta 2008 y de la Orchestre de Paris desde 2000 hasta 2010. A partir de 2010 hasta 2017 ocupó el cargo de Director Musical de la National Symphony Orchestra en Washington. Junto a sus prestigiosos nombramientos siempre ha otorgado gran importancia a las extensas actividades como director invitado con orquestas como las Filarmónicas de Viena y Berlín, Chicago Philharmonic, Staatskapelle Dresden, La Scala de Milán, New York Philharmonic, London Philharmonic o la NHK en Tokio.
Actualmente a la edad de 83 años, su aguda curiosidad artística no ha disminuido y sigue desarrollando proyectos artísticos con las orquestas más afamadas a nivel internacional. Más allá de su distinguida carrera, su gran pasión sigue siendo el apoyo incansable que desde siempre brinda como mentor del talento emergente y cuya contribución es ampliamente reconocida. Su misión personal es pasar la antorcha a la siguiente generación, movido por la energía y el impulso de los jóvenes -“esos artistas 100%” como él mismo los llama-. Él descubrió al pianista Lang Lang, a la cantante René Fleming, a la violinista Julia Fischer y a los cellistas Leonard Elschenbroich y Daniel Müller-Schott. Como Asesor Artístico y Catedrático en la reconocida Kronberg Academy acompaña a jóvenes violinistas, cellistas y violistas en su camino de convertirse en solistas de clase mundial. Christoph Eschenbach continúa explorando cada día nuevos horizontes en todos sus proyectos y trabajo con orquestas, por todo el mundo, como la Konzerthausorchester Berlin de la que es Director Musical desde 2019.
A lo largo de cinco décadas Christoph Eschenbach ha construido una impresionante discografía tanto como director como pianista, con repertorio que abarca desde J.S. Bach a la música contemporánea. Muchas de sus grabaciones se han ganado el sobrenombre de “referencia” y han recibido numerosos premios, incluido el Preis der Deutschen Schallplattenkritik, el Premio MIDEM a la Música Clásica y un Premio Grammy. Durante muchos años el gran compañero de Lied de Eschenbach ha sido el barítono Matthias Goerne. En grabaciones y actuaciones en directo, como en el Festival de Salzburgo, los dos artistas perfectamente emparejados han explorado los ricos tesoros del período romántico alemán, desde Schubert hasta Brahms.
Christoph Eschenbach ha sido condecorado con los títulos de Chevalier de la Légion d’Honneur, Commandeur des Arts et des Lettres, así como honrado con la Cruz Federal Alemana al Mérito. Ha sido ganador del Premio Leonard Bernstein y en 2015 fue galardonado con el Ernst-von-Siemens-Musikpreis, conocido como el “Nobel de la música”.